27/05/2025

Salud

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¿Quién cuida la salud mental de nuestras familias?

26/05/2025 09:26 | A más de cuatro años del inicio de la pandemia de COVID-19, las secuelas en la salud mental siguen presentes en múltiples ámbitos de nuestra vida cotidiana.


por Lic. Pablo Jorge Valle Daubenberger


Uno de los espacios donde el impacto fue más profundo, pero menos visibilizado, es el vínculo familiar, especialmente entre padres y adolescentes.

Durante el aislamiento, nuestra sociedad experimentó un cambio radical: las escuelas, los hogares, los clubes, los restaurantes y hasta los lazos afectivos con familiares y amigos se vieron alterados o interrumpidos. Las consecuencias no tardaron en manifestarse: el duelo por lo perdido, la angustia, la sensación de desarraigo y el impacto en la construcción de la identidad familiar son hoy síntomas de un proceso que no ha concluido.

El confinamiento dejó heridas invisibles en la vida emocional de muchas personas. Se produjeron cambios en la comunicación, la sexualidad, la sociabilidad y, sobre todo, en la subjetividad de los jóvenes y sus familias. Las relaciones entre padres e hijos quedaron expuestas a tensiones inéditas, como la pérdida de privacidad en el hogar o la imposibilidad de canalizar deseos y necesidades personales fuera del ámbito doméstico.

Uno de los temas más sensibles es el de la sexualidad. La cultura, como principal moldeadora de este aspecto, se vio paralizada. La falta de espacios de exploración y expresión dejó una huella en el desarrollo personal y en las relaciones futuras. Los adolescentes, privados del contacto físico y emocional con sus pares, atravesaron una etapa fundamental del crecimiento en condiciones artificiales, muchas veces bajo control o supervisión permanente de sus padres.

El hogar, tradicionalmente visto como un espacio de contención, también se transformó. La convivencia forzada desdibujó los límites entre lo íntimo y lo colectivo, generando tensiones que afectaron a todos sus integrantes. Padres e hijos se vieron obligados a compartir cada minuto, sin poder salir, sin un lugar donde procesar emociones lejos del otro. Esa “lupa” constante alteró la dinámica familiar.

También se produjo una pérdida de noción del tiempo y del valor de lo cotidiano. Las noches se hacían eternas, las semanas pasaban con la esperanza de que “todo volviera a la normalidad”. La falta de contacto físico –el abrazo, el beso, la caricia– se convirtió en una de las grandes privaciones. La conexión se redujo a pantallas, muchas veces con el anhelo de regresar a una realidad que se sentía cada vez más lejana.

En este contexto, la comunicación fue otro de los aspectos deteriorados. La imposibilidad de hablar, de decidir o de expresarse sin mediaciones o controles reforzó una dinámica autoritaria. Se perdió, en parte, la libertad de elegir cómo, cuándo y con quién relacionarse.

El vínculo, como bien lo definió el prestigioso psicoanalista Enrique Pichón Riviere, es “la forma en que una persona se relaciona con las demás, estableciendo una estructura relacional única entre ambos comunicantes”. Para el psicoanálisis, el vínculo no es solo una relación: es un espacio donde el sujeto encuentra lo necesario para crecer emocionalmente. Y ese espacio se vio trastocado.

Desde nuestro rol como terapeutas, fuimos testigos de relatos profundamente conmovedores. Muchos de los que hoy consultan guardan en su memoria imágenes de soledad, tristeza y añoranza. El tiempo perdido no puede recuperarse, y lo no vivido en esos años se inscribe en la historia personal y familiar de manera imborrable.

Por eso, hoy más que nunca, es necesario preguntarnos: ¿quién cuida la salud mental de nuestras familias? ¿Cómo reconstruimos los lazos que se resintieron? ¿Qué herramientas tenemos para sanar lo que aún duele? Estas son preguntas urgentes que nos interpelan a todos.

 

*Especialista en Mediación Familiar – MN. 79304 – Analista en formación (IUSAM/APdeB)